
El Napoleón del siglo XXI, Emmanuel Jean-Michel Frédéric Macron, llegó a la presidencia de la República con solo 39 años, sin más experiencia política que unos meses en un ministerio de segunda fila. Le sobraban inteligencia, ambición, carácter, audacia y hasta suerte. Llegó como un vendaval: no dejaba de ser un inspector de Hacienda del montón, pero supo dotarse de un aura romántica; era pianista (luego supimos que mediocre), poeta (mejor pasar de puntillas por aquí), filósofo (de tercera), seductor (ahí sí, de división de honor) y daba los mejores discursos del Atlántico Norte. No tenía ideología, sino estrategia. No tenía un partido, sino un movimiento. No tenía enemigos, sino simples obstáculos. Iba a aprobar la reforma de pensiones que nadie había podido aprobar e iba a enfrentarse a los sindicatos: había sido un banquero de los Rothschild, aquellos del “compra cuando la sangre corra por las calles”. Y destrozó los viejos partidos de centroizquierda y centroderecha, esas reliquias del pasado que estaban provocando la ruina de Francia.