Las guerras son siempre nido de paradojas, pero las de la invasión rusa de Ucrania son particularmente grandes. La Unión Europea cortó amarras con el petróleo procedente de Moscú a finales de 2022, medio año después del inicio de la ofensiva, con un veto de las compras propias que secundó el resto de miembros del G-7. Un par de meses antes, en septiembre, el Gobierno alemán tomó el control de las refinerías del coloso ruso Rosneft —sancionadasan por la Administración estadounidense el miércoles— en el país, con una nacionalización de facto. Pasos lógicos, ambos, para elevar la presión sobre el agresor, harto dependiente de las exportaciones de crudo y gas.
